Noche cerrada en la ciudad japonesa de Gifu. Al calor de la lumbre, unos marineros vestidos con prendas de otros tiempos se preparan para un ritual de hace 1.300 años: la pesca con cormoranes.
Repetirán los gestos de sus antepasados en el río Nagara, en el oeste del archipiélago.
Shuji Sugiyama está sentado en una piedra, con el rostro impasible, concentrado. Sus compañeros charlan.
A sus 46 años es el más joven de los capitanes o maestros de la pesca con cormoranes («usho») de Gifu. En el país quedan unas decenas.
Él y otros ocho están patrocinados por la Agencia de la Casa Imperial, a la que ofrece el pescado ocho veces al año. Un estatuto creado en 1890 para proteger esta tradición pesquera llamada «ukai».
El salario es simbólico (8.000 yenes por mes, o sea unos 61 euros, 70 dólares), pero perciben subsidios de las autoridades locales.
La hora se acerca. Las tinieblas cubren el barrio donde viven estos capitanes, a orillas del río.
Sus asistentes llevan a las aves de plumaje oscuro, ojos azules y pico prominente en cajas de bambú con las que recorren las callejuelas hasta llegar a los barcos de madera.
La profesión requiere devoción y disponibilidad, desde el alba hasta el crepúsculo «los 365 días del año», declara Sugiyama, un hombre taciturno. Es el único en poder ocuparse de sus 16 cormoranes, aves marinas capturadas en la prefectura de Ibaraki (nordeste de Tokio) durante su periplo migratorio.
«La pesca ukai es posible porque el hombre y los cormoranes vivimos juntos. Nunca conseguiré pescar con los cormoranes de otro maestro», dice, mientras palpa el buche para verificar su estado.
Visten ropa tradicional: gorro y camisa azul marino para protegerse de las llamas de las antorchas, falda de paja contra el agua y el frío y sandalias cortas que dejan el talón fuera para evitar resbalar.
Es una pesca colectiva. En cada barca se encienden antorchas para alumbrar y para atraer a las truchas pequeñas llamadas «ayu».
Sortean el orden de los barcos y sueltan a los cormoranes en el río, con un cordón alrededor del cuello para que no puedan tragar la presa cuando la capturen tras zambullirse en el agua.
Cada pescador suele volver a tierra con un promedio de 40 peces.
Sugiyama aprendió el oficio junto a su padre, al que sucedió en 2002. Cinco generaciones de su familia practicaron este arte hereditario que existió en Europa y en otras partes del mundo pero sólo perdura en Japón (en 12 lugares del archipiélago) y en China.
Hacen falta unos tres años para adiestrar a las aves, cuya esperanza de vida ronda los 30 años en cautiverio.
«Traigo generalmente unas 10 a la pesca, asegurándome de incluir a las nuevas, que imitan a las de más edad y asimilan la forma de pescar», explica.
El espectáculo, en medio de los graznidos de los pájaros y de las chispas que salen de las antorchas, maravilla a los turistas que van a bordo de las embarcaciones.
«La pesca con cormoranes es el recurso turístico más importante de Gifu», precisa Kazuhiro Tada, responsable de la oficina de turismo de la ciudad que un día espera ver incluida en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO.
«Hay más de 100.000 turistas todos los años y el número aumenta regularmente», aunque 2018 fue una excepción debido a las catástrofes naturales que provocaron muchas anulaciones de días de pesca, explica.
La temporada, que comienza en mayo, terminó el 15 de octubre. Shuji Sugiyama podrá descansar un poco, pero tendrá que esperar unos años antes de tener ayuda.
«Tengo un hijo que todavía está en la escuela primaria, me parece que empezó a interesarse por mi trabajo», declara. «Me ve a diario con los cormoranes y espero que un día me releve».